Drogas y Literatura (I): ¿Elemental, querido Watson?

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De niño, como tantos otros niños de todo el planeta a lo largo de los últimos ciento treinta años, yo leía sin parar novelas y relatos que tenían por protagonista a un cocainómano. Mi ídolo, el farlopero, poseía una de las inteligencias más poderosas de la literatura universal, un vigor envidiable, un absoluto control sobre cualquier situación, una autoestima a prueba de cualquier equívoco, y sobre todo -consecuencia lógica de lo anterior- una inquebrantable fe en sí mismo y en sus extraordinarias cualidades, capaces siempre de garantizarle el éxito en cuanta empresa acometiera. Sí, mi cocainómano era casi un dios para mí, la pluscuamperfección hecha hombre, el padre de ficción que me sustituía al casi siempre ausente en la realidad… Snif. Joder, yo amaba a mi cocainómano por encima de muchas cosas, si no de todas.
Y es que yo amaba, a que ya lo sabes, a Sherlock Holmes. ¿Elemental, querido Watson?
Susto o muerte. Whatever.
Seguimos.
De todos modos, aquí hay truco, que no trato. Oh, sí. Lo hay porque no fue sino hasta muchos años después que yo supe que había hecho de un cocainómano un héroe infantil. Repito: lo hay porque no fue sino hasta muchos años después, en torno a los locos años veinte, que volví a releer las historias de Sherlock Holmes. Y lo hay porque fue entonces, y sólo entonces, que descubrí que, aparte de fumar en pipa y tocar el violín cual snob cualquiera rollo Javier Marías, cada vez que Sherlock, toda una puerta de la percepción en sí mismo, se sentía aplastado por la vida en forma de sopor, abulia o melancolía insoportables -ay hermano victoriano-, recurría a una “trascendentalmente estimulante y esclarecedora para la mente” inyección de cocaína al 7%. Y así, el bueno de Sherlock, por fin estimulado, esclarecido y, a ver si no, enzarpado hasta las cejas, se recostaba ensimismado en su vieja butaca y leía. Y pensaba. Sí, hombre, nada más que eso: leer y pensar. Sobre todo pensar. Pensar dentro y pensar fuera. Pensar en el todo y pensar en la nada. Pensar sin pensar. Un yonki solitario. Un yonki loquísimo. Un yonki bueno, un puto triunfador. Eso es: un yonki de nombre Holmes, Sherlock Holmes. De nuevo: ¿Elemental, querido Watson?
Pues depende, oye.
He pensado mucho todo este tiempo por qué yo, de pequeño, no me daba cuenta de nada. Y lo de que en general, debido a esa misma condición pequeña mía, no me enteraba de la misa la media mejor ni considerarlo. Yo sabía de sobra qué era la droga. Era imposible no saberlo siendo un niño de los ochenta en el centro de Madrid. Jugaba entre jeringuillas en el parque con mucho cuidado de no pincharme porque aparte del SIDA te hacías adicto instantáneamente; a mi colegio venían regularmente mentirosos profesionales a ponernos los dientes largos con la milonga de que ojo con las calcamonías de drogaína gratis total que demonios vestidos de personas regalaban a los niños a la salida de clase; todas nuestras madres y padres tenían algún familiar, amigo o conocido aniquilado por la droga o en vías de estarlo y no se preocupaban de ocultárnoslo. Todo era droga allí y entonces. ¿Todo? No. Sherlock, no. Mierda, qué maestro del disimulo el Sherlock. Cabalgando después de muerto éste también. ¿Pero y por qué? ¿Por qué nadie parecía enterarse? ¿Una conspiración de silencio tipo Reyes Magos pero con mirra a 50 pavos el pollo?
Es eso. Es eso y su contrario.
Qué profundo te pones.
Para empezar, pocas veces en la historia de la literatura -hasta donde yo conozco, que no sé si es mucho ni poco-, se ha tratado con mayor verismo el consumo de droga, al menos de las tan alegre y acientíficamente calificadas como “drogas duras”.
¿Y en qué consiste ese tratamiento realista de la droga mala aparentemente tan especial? Pues, paradójicamente, en la misma ausencia de tratamiento. Me explico. Cada vez que Sherlock decide darse un homenaje a base de cocaína de la buena, no hay juicio. Y no hay juicio ni en el texto ni en el contexto. Y es que ni el narrador reprocha expresamente a Sherlock su uso (salvo admoniciones monjiles de corte humorístico de Watson tipo “tiene usted que dejar ese vicio tan desagradable” con cara en realidad de dame-de-lo-tuyo-pirata), ni -recurso estándar de la rancia contemporaneidad- el consumidor es pintado con tenebrosos trazos de fracasado, perdedor o desequilibrado, sino, y aquí la burla genial de Conan-Doyle, justamente todo lo contrario.
Sin embargo, olvidémonos: lo más importante de lo visto hasta ahora, lo desgraciadamente revolucionario por inhabitual, no es si Sherlock consume droga o no, que sí, ni si ese consumo roza la adicción o no, que también. Lo verdaderamente crucial aquí es que el consumo de droga -tan moralmente condicionado en la literatura moderna- le resulta tan absoluta y maravillosamente indiferente al lector y al autor de los relatos como a los propios personajes de los mismos, y que, así, la cocaína, en lugar de desempeñar el rol desestabilizador o incluso degenerador que generalmente tiene reservado hoy en el imaginario colectivo, no es en la obra de Conan-Doyle más que otro de los muchos elementos que hacen de Sherlock ese ser perturbadoramente complejo, tan ambiguo, cautivador hasta la demencia, que a tantos y tantas nos ha dado cientos de horas del más absoluto placer emocional, sentimental e intelectual.
Por tanto, en mi aletargada opinión, si Sherlock es un héroe apto para todos los públicos aún hoy que la consideración de la droga es muy diferente a la de la época en la que fue concebido -mucho habría que hablar también sobre esto-, es entre otras cosas porque su autor nos presenta la droga completamente incardinada en la cotidianidad del individuo y desprovista de cualquier consideración moral. La droga no es aquí, como ya he dicho, factor de desestabilización alguno, sino estimulante poderoso capaz de guiar al yo hasta el más recóndito sagrario de la mente. Y ésa y no otra es la razón fundamental para que los caminos de Sherlock y la cocaína converjan: el ansia indomeñable de conocimiento, el combate a muerte contra el hastío, el empuje del inconformismo. Y ésa y no otra es, también a mi juicio, la razón fundamental para que Sherlock no se duerma en los potencialmente letales laureles de la cocaína: la perfecta consciencia de que la droga no debe ser otra cosa más que herramienta, sólo plataforma, nada sino medio para alcanzar Sherlock ese mismo conocimiento, verdadero motor de su existencia. Y en consecuencia, nunca, por nada del mundo, hacer de la droga fin en sí misma. En definitiva: nunca sustituir el conocimiento que proporciona la droga por el conocimiento que está en la droga.
Conan-Doyle, como buen consumidor (“buen” aquí en el sentido cualitativo del término, de nuevo no moral), supo precisar como pocas otras veces se ha hecho antes y después el retrato del consumidor habitual, un consumidor tan real, por fortuna, como el miserando enfermo, arruinado en todos los aspectos de su vida, que tan a menudo y de manera unívoca y excluyente nos presentan la literatura y el cine contemporáneos en su hipócrita e infantil cruzada por demonizar la droga. No es este post ramplón y manipulador el lugar para analizar por qué se desató esa histeria antidrogas curiosamente poco después de que Sherlock Holmes muriese a manos de Moriarty -para luego marcarse una resurrección que ni el superhéroe de Belén, tú-, pero si hay alguien que se crea que aquello fue por salvaguardar nuestra salud física, mental y moral, lloro de pena por su alma negra.
En cualquier caso, antes de que mi último lector también me abandone, hay una pregunta final que se me hace pertinente:
¿Sostendría nuestra moderna sociedad un héroe como Sherlock, un héroe con su socarronería, su brillantez, su pulcritud, su intenso aunque contenido romanticismo, su valor, su ingenio, su versatilidad, su energía, su fuerza, su integridad… pero también con su cocaína? ¿Podría nuestra moderna sociedad entera, de 0 a 99 años, soportarlo en toda su diversidad? ¿Podría, por reducirlo aun más al absurdo, ganar por ejemplo el Planeta un libro protagonizado por alguien así?
Muchos pensarán que sí, que comparados con la Inglaterra del XIX somos el no va más de la transgresión y que esa burda doble moral hermana pequeña de la victoriana no tiene ya cabida entre nosotros; que, aun doblemoralistas natos también, al menos nos hemos sofisticado un poco con el paso de los siglos y que por tanto cómo no vamos a haber superado ya esa ola de puritanismo -o idiotismo- que nos asoló durante casi todo el siglo XX. Claro que sí. Si Sherlock existe, ¿por qué no otros? ¿Por qué no nosotros?
Pues no lo sé. Yo no sé nada de muchas cosas. Tampoco de ésta. Pero por favor, si eso es así, sólo que alguien me explique por qué en la muy moderna y por otra parte excepcional serie sobre Sherlock de la BBC, siempre que miro nostálgico su brazo en busca de los otrora abundantes pinchazos de la aguja hipodérmica, lo único que mis ojos vidriosos encuentran son parches -¡ah traicionera metáfora!- de triste, tristísima, nicotina.
Y ahora sí:
Elemental, querido Watson.

2 comentarios en “Drogas y Literatura (I): ¿Elemental, querido Watson?

    • El ejemplo de Sherlock Holmes en este aspecto es excepcional, sí, por lo bien construido y por lo raro. Es justamente la imagen del «otro» consumidor de drogas, el perfectamente integrado en su propia vida, el que hace uso y no abuso; que existe, que es masivo y que, por desgracia, (casi) nunca encuentra expresión en la literatura o el cine. No es cuestión de hacer apología de nada, sino de no engañar a la gente. No creo que se pueda tratar con normalidad este asunto, con todas sus aristas, hasta que se admita la heterogeneidad del mismo y para ello Sherlock, que gracias a que cuando se droga no hace ruido y así ha conseguido rehuir siempre la guillotina del censor, es un personaje impagable. Muestra y demuestra que, empleadas con normalidad, las drogas -como bien saben el 99% de personas que las consumen- no son más que un muy acogedor refugio momentáneo contra la tormenta, un violentísimo potenciador de lo bueno (y lo malo) ya existente, o, en días particularmente felices, un mero vals de astronauta. Y sí, que la tentación de no querer dejar de bailar existe, puede ser real. Pero ahí ya entramos en otro punto tortuoso para nosotros, occidentales de pro: si la vida -y especialmente la vida en crudo- es preferible a cualquier otra cosa. Otro día, otro post.

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